viernes, 9 de septiembre de 2011

DE UN GÉNERO OLVIDADO

Ya se Sabía como seguía. El referí había dado el silbatazo final y el estadio entero bramó al oírlo. Era el final del juego. Se vislumbraban tan sólo gestos de alegría. Ya lo sabía, pero aún así, tal vez para mentirme, consulté al hombre que tenía al lado. Sonriendo, me confirmó la sospecha: había sido un empate en Cero. Aproveché que el público seguía festejando, y salí rápido. Según supe luego, se trataba de un clásico.

Para entender las razones que me llevaron a ese sitio, es necesario volver un tiempo atrás. Son doce ya los años que me separan del primer hecho, el hecho desencadenante. Fue así, Un martes de marzo, se jugaba un partido entre Gimnasia de la Plata y Newell’s, el más inmenso tedio jamás visto, en el que fueron nulas las llegadas al arco por parte de ambos equipos. El deplorable espectáculo ofrecido por ambos designaba que la cosa no podía continuar de ese modo. Era inminente tomar cartas en el asunto. Efectivamente, No pasaron cinco minutos de finalizado el partido que la decisión había sido tomada: se resolvía, sin mayores elucidaciones, la directa eliminación del cero a cero.

Fervientes mercaderes, los altos mandos de la Asociación Internacional de Fútbol habían determinado el desde luego polémico decreto que aseveraba que “hasta tanto no se consiga hacer un gol, el partido no puede finalizar”. En esos tiempos, los partidos de fútbol habían logrado alcanzar el máximo nivel de aburrimiento. LA sequía del gol era moneda corriente y la concurrencia a los estadios había descendido catastróficamente. La medida de la Asociación tuvo pues, una gran aceptación mediática y la mayoría de los clubes convino en que acatarla sería una prudente decisión. “Todo sea por el bien del deporte”, se podía oír en boca de algún dirigente.

Empero, pese a que en un principio se la supuso lógica, Las desgraciadas consecuencias malograron la medida, acaso fundamentado esto por los incontables y desdichados sucesos que se desprendieron de ella. En esa línea, parece difícil olvidar la vez en que se jugó un partido de dos semanas de duración (aunque, como siempre, no faltan algunos incrédulos que sostienen que fueron “tan solo diez días”).

Los testimonios del suceso son capitales; tan sólo basta la voz de Funes, uno de los protagonistas de la tragedia: “Era imposible. Probábamos de todas formas y el gol no venía, no quería venir.... ¿Atacar? Para qué. Demasiado riesgoso... Las órdenes eran claras: cuidar el arco o muerte. Ciertamente, más importante que meter un gol, sospechando que en algún momento iba a llegar, era evitar que te lo metan…”
Ni los intervalos que los jugadores usaban para descansar servían a los rivales para conseguir el gol (un equipo incluso, al sexto día de partido, se dispuso a dormir sobre el césped, durante veintitrés horas seguidas). El fin del partido se decretó cuando se confirmó que ninguno de los veintidós jugadores sabía adónde estaba la pelota. Llevaba cuatro días pinchada.

Vano es aclarar que se descartó inmediatamente la medida, aunque no fueron pocos los igualmente absurdos intentos, como la regla que postulaba que se jueguen partidos con un solo equipo o aquella otra que decretaba jugar con seis pelotas; el tiempo y la prensa las han sabido rechazar, una por una. Se había tocado fondo.

Sucedieron unos largos años de crisis en dónde aquel lejano objetivo de hacer desaparecer el empate sin goles se tornaba imposible. Como afirman los catedráticos, la abrumadora acumulación de repeticiones de un mismo hecho hace que éste se transforme en realidad; la irrevocable y acaso única realidad. Y así sucedió con el fútbol. Aunque costaba creerlo, y resultaba asimismo muy dificultoso encontrar las razones a las cuales atribuir el hecho, lo únicamente cierto es que el gol había sido abolido. El gol era ya un imposible.

Contar qué sucedió luego con el fútbol es tarea inmensurable. Pasando por varias mutaciones, la realidad que hoy se nos es dada, difiere mucho de aquel viejo deporte.

Hoy en día, El fútbol es considerado ya un género dramático más de la televisión, dónde comparte grilla con los melodramas del prime time. La popularidad, no obstante, no ha descendido en lo más mínimo. La gente sigue asistiendo a las canchas porque la costumbre así lo asigna, porque no le piden mucho más al espectáculo que un poco de emoción. En efecto, el nivel de exigencia es ahora considerablemente menor que otrora. Estadios enteros han bramado la ejecución de un lateral.

Lo que antiguamente se hacían llamar jugadores, se han vuelto una serie de actores fracasados, que buscan ganarse el mango, operadores de multimedios.
Los puestos en la cancha se han entremezclado. Ya no se puede distinguir entre un delantero y lo que antes se conocía como arquero. Decir stopper es lo mismo que decir enganche.

En eso había devenido el fútbol, o la idea de él; un trámite burocrático que se decidía adentro de un despacho. Debía bajar de categoría aquel que el marketing decida (también hubo casos que se decretaron por sufragio popular). EL fútbol, el juego en sí, había sido relegado a una cuestión de video juego, a una cuestión menor, enfocándose la gente más en el exotismo de las prendas o en las raras formas en las que se cortaba el césped. Triste pero real. Tan sólo algunos vídeos de colección y cierto libro perdido en una biblioteca podían vindicar aquella vieja idea de que hubo un tiempo en el que existían los goles en el fútbol.

Aclarado ya el panorama, me encontraba yo, saliendo del estadio, de regreso a mí casa.

Un poco triste, un poco consternado, caminé un largo rato hasta que mis pasos se ahondaron en la avenida Callao. A la altura del 500 lo pude sentir. Un viejo edificio de fin del siglo pasado ocupaba la manzana entera. Los alaridos eran claros. Alguien dentro había gritado un gol. Decidí entrar.
Me recibieron unas palmeras y un largo pasillo, el cual me acercó a un patio. Una imagen difusa e irreal: gente corría de un lado a otro, detrás de una pelota, pateándola, pisándola, acariciándola.

Las innegables similitudes me hicieron sospechar. Se estaba jugando un partido de fútbol. Logré acercarme a un espectador y preguntarle el resultado. Sin prestar mucha consideración, conseguí oír que el partido iba cuatro a tres.

Creí prudente irme, mi ánimo no estaba para presenciar otra fábula más. Sin dejarme tiempo para ello, el mismo hombre del resultado, se me acercó y no menos enigmáticamente, en un tono sarcástico, sostuvo: “Parece verde, pero el patio es rojo”. Y se fue.

Perdido por perdido, me ubiqué a un costado. El partido era activo. No se dudaba, no eran actores. Seguidos unos minutos, se podía inclusive disfrutar de un buen espectáculo. Así es que, de pronto, todo se detuvo. Alguien había pegado una patada, y el juez había determinado penal. Absorto, intentaba encontrar algún indicio que me haga reaccionar. Era Penal, sí, penal.

Doce pasos, el arquero se mueve de un lado a otro, el delantero toma carrera. Sus miradas se Cruzan furtivamente, deteniendo el mundo por un segundo. El jugador avanza hacia la pelota. El arquero no le quita la mirada de encima. El delantero alcanza al punto del penal. Dispara. A mi lado, alguien grita. Ya se sabía como seguía.

8/09/2011

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